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"El cabezadura"

  • Alfonso E. Bocanegra Gamboa
  • 1 sept 2016
  • 4 Min. de lectura

Todo mi día había sido una sonrisa, estaba tan genial que el mismo frío abrigaba el cielo sin lluvia pero con mucho viento, la noche se había olvidado de dejar pequeños desquicios de sol, pero a cambio de eso dejó una abrumadora concurrencia al colegio que es mi lugar preferido cuando los niños la pasan bien.


Sonreí mucho esa mañana, me reía hasta de los curas que no eran curas, pero que estaban vestidos de ello, sonreía del sol que habían dibujado en los salones y de lo hermoso que es trabajar en equipo cuando se quiere trabajar en equipo, todo había terminado, ella se estaba yendo feliz de haber cumplido su misión y yo me había quedado a esperar mi salida para más tarde ir a un recital de música, de esa música para locos, que nos gusta siendo tan cuerdos como somos.


Recuerdo que me acerqué mucho a mi compañero, me había preocupado porque almuerce, minutos antes él ya estaba listo para irse del colegio, pero decidió quedarse a desbaratar lo que un día antes nos había costado tanto armar, yo dentro de mi flojera pensé: “Que bueno que lo haga él, de todas maneras le diré para ir a almorzar”, escuché su negativa y despedí con la otra mano a unas chicas que habían hecho su trabajo mejor que los demás a los ojos de unos jurados, dos pequeños se abalanzaron hacia mis piernas, el tiempo se detuvo, escuché ese sonido que nadie escucha acercándose a mi cabeza, todos voltearon, aún no se si voltearon antes que sucediese o al escuchar el golpe, pero lo hicieron, un fierro lleno de luces había traspasado el silencio y se le había ocurrido aterrizar en mi cabeza, dejándome mareado, casi ebrio del dolor.


No sé en qué momento sucedió, tampoco sé cómo pasó, se han creado tantas historias de un solo momento que hasta estoy dudando que me haya pasado a mí.


Cogí mi cabeza con la mano derecha, tapé el dolor por un momento, lo único que quería era sentarme, mis piernas habían perdido fuerza, no sé qué tiene que ver la cabeza con las piernas, pero eso estaba pasando, encontré un lugar donde sentarme, escuchaba muchas voces por el mismo viento en un solo instante, todos gritaban la misma frase: “¿Está bien profe?”, yo no podía responder, mis palabras se habían quedado mudas y la elocuencia con la que digo las cosas se había perdido en ese instante del silencio.


Saqué la mano de mi cabeza y el dolor llegó como llega el peor enemigo a casa, la sangre brotó instantáneamente, sonreí, no quería que mi camisa se manchara, para aquellos que no tenemos camisas, que una se manche de sangre es como perder mi último cua-cua en una noche de desvelo como esta.


Nunca había visto tanta sangre junta desde la última vez que nací y eso que no lo recuerdo, me tranquilicé (dicen que el teatro sirve para eso), no podía mirar arriba pero miraba mucha gente de reojo, todos daban diferentes opiniones de como parar la hemorragia, unos decían que utilicen sal, y me dolía, otros decían que me echen alcohol, y me dolía más, otros opinaban que debían coserme, y el dolor se iniciaba sin que me tocaran.


La doctora llegó, el dolor era pequeño, utilizó alcohol y el dolor se agudizó, no sé porque pensé en Vallejo y sus dolores que siempre tenía, me di cuenta que él tuvo muchos golpes en la vida, pero ¡ay! No sabía lo que era que te caiga un semáforo en la cabeza.


Todos corrían y veían mi sangre roja manchar mi mano (pero nunca mi camisa) el doctor llegó, pidió luz, lo acercaron al foco, unos celulares alumbraban mi cabeza como para realizar la mayor operación jamás antes vista. “Que gloriosos debieron haber sido Los Paracas en aquellos tiempos”, pensé, el pensamiento no me dio para más, una aguja más grande que mi dolor ingresó por mi cabeza, nunca nada había ingresado en mi cabeza en toda mi vida, bueno por lo menos no de esa manera, respiré, respiré y seguí respirando, la aguja entraba y salía, me sentía un remiendo de abuelita que es tejida como colcha para el frío, era extraño sentir y no sentir, era como comer algo que no te gusta, pero saber que no hay nada más que comer.


Me puse de pie, los mareos continuaron, miraba las nubes y habían estrellas, era imposible ver estrellas en un día nublado y sobre todo si eran las tres de la tarde.


Dos carros me llevaron a casa, las náuseas gobernaron mi cuerpo, sin quererlo estuve en la puerta de un hospital a la hora que debí haber estado en la puerta de un bar tomando un ron con coca cola que iba a refrescar aquella semana un poco confusa, pusieron mis cachetes en un fondo frío mientras me tomaban foto con una cámara muy extraña, el doctor dijo:


- “Es solo un hematoma, no hay rotura”

A lo que yo respondí:

- “Menos mal, ¿puedo tomar esta noche?”

- “Si desea morir, hágalo”, respondió con una sonrisa el galeno.


Salí del consultorio cerrando los ojos por todos los pacientes impacientes de ese hospital, mi fin de semana largo iba a estar lleno de pastillas e inyecciones que dolerían dos días después, a veces uno piensa que tiene todo planeado y se da cuenta que tu agenda vale un carajo cuando de amores extraños como semáforos con cabezas se juntan en el camino.


 
 
 

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