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Aquí y ahora

  • Alfonso E. Bocanegra Gamboa
  • 16 oct 2016
  • 4 Min. de lectura

La luz de la mañana era muy tenue, cuando compré las cortinas me dijeron que eran “contraluz”, creo que se equivocaron al ponerle ese nombre, en realidad son “paraluz”, porque me llena los ojos de lágrimas cada mañana.


El celular se había quedado sin batería durante la noche, felizmente, no hubo sonidos que interfirieran con mi tranquilidad de dormir, dormir es algo mágico, casi celestial que no debería ser interrumpido por nada, ni por nadie, los terremotos deben ser de día, así nadie interrumpe su sueño, ni sus sueños.


Me senté en la cama a mirar el infinito, el infinito era tan hondo que no sabía explicarlo, por eso estaba callada, mi silencio fue interrumpido por el apuro del despertador, siempre le gano en despertar, he pensado en botarlo a la basura, la luz de la cortina es más útil.


Un vaso de agua fue mi estimulante diurno, el duchazo pasó tan rápido que no me di cuenta que ya me estaba secando el cabello, la secadora pasaba caliente y rápida por mi cabeza, su recuerdo rondaba y rondaba tan frío en esta primera eterna, sucia y llena de hojas de otoño.


Conecté el cargador al celular sin prenderlo, me hice un jugo con las últimas dos naranjas que quedaban en la refrigeradora, me senté a la sala a leer el último libro de Capote que había comprado, reí, el celular se prendió solo cuando pasó el 5% de batería, que rabia que ni siquiera el celular respete mis decisiones. Cuando fui corriendo a volver a apagarlo ya era tarde, el WhatsApp tenía 36 mensajes, dudé en abrirlo pero tuve que hacerlo, los dos “checks” sin leer ya habían sido reconocidos. Eran 7 mensajes de Luz, 4 de Karen, mi mejor amiga y los demás de él, deslicé el dedo y dudé en abrir la ventana, “Si en este momento está en línea pensará que no quiero responderle”, pensé, tomé todo el aire que pude y lo boté con toda la fuerza que también tenía, pulsé su ventana, todos sus mensajes estaban llenos de nostalgia, no estaba en línea, no tenía estado, ni foto, era como si hubiese desaparecido, le puse poca importancia al último de los mensajes:


- “Te quiero, nunca lo olvides”


Terminé de leer el libro de Capote entre risas y pensamientos asesinos, tenía que ir a la universidad a cumplir una tarea que había olvidado, desconecté el celular y salí corriendo, el tráfico de Lima siempre jode, pero es divertido cuando lo miras con aires lúdicos, la vendedora de helados que aprovecha el breve sol primaveral, el pelado que reniega porque el chofer no avanza, las mujeres preocupadas por los tocamientos indebidos de los hombres y yo, la que mira todo lo que pasa y se ríe.


La universidad tiene un aire a discoteca constante, como un grillo que suena y suena por la noche, como yo que no tengo nada que decir en ninguna exposición pero siempre digo algo, es tan fácil engañar a los profesores que se quedan dormidos mientras uno habla.


Regresé a casa, no había escuchado el sonido del celular, era nuevamente Karen que no fue a la universidad por un problema con su mes, me estaba pidiendo que le pase la tarea por una foto, “Déjame llegar a casa”, le dije.


Revisé el WhatsApp y no había más mensajes, su historial seguía igual, sin foto, sin estado, pensé en contestarle, entré a la ventana, estaba a punto de escribirle, pero no lo hice, más que cobardía era inteligencia, “Dejemos que el tiempo pase” pensé, tomé un libro de García Márquez y me puse a leer mientras pensaba que mi vida era tan feliz como la de una hormiga, mis padres me daban todo el dinero para la universidad mientras ellos trabajan duro en su negocio de zapatos en Trujillo, pensé en salir a almorzar, pero el sueño me venció, no había podido dormir bien toda la noche por estar pensando en algo que ni siquiera entiendo, tomé el celular que no había cargado bien por la mañana, escribí algo, revisé mis fotos, es increíble como cada figura puede llenar de vida este momento y hacerlo sentir lleno de recuerdos callados que hoy mis lágrimas llenan de invierno.


Cogí el celular, le escribí a Karen para que me diga que es lo que tengo que hacer, los errores en duetos duelen menos que los personales, me dijo algo que no pensé que me diría: “Haz lo que quieras, igual lo que yo te diga no lo tomarás en cuenta”, me sentí sola, tengo que decidir algo tan fácil y no puedo hacerlo, caminé por la casa, me senté en la cama, el infinito se llenó de silencio, tomé aire, abrí el WhatsApp, me decidí a escribirle, estaba “en línea”, seguía sin tener estado, ni foto de perfil, un aire más y comencé, las palabras fluían como quien escribe una novela cursi y sin contenido, subí mi mirada a la ventana de estado, el también escribía, no quería enviar mi mensaje desmenuzado, quería enviarlo todo, así que comencé a escribir más rápido, “Veremos quién gana”, pensé, el momento se volvió muy lúdico y divertido, imaginé que él también sonreía al otro lado de la pantalla, de pronto algo crispó mis cabellos, su mensaje había llegado primero, lo único que atiné a hacer fue comenzar a borrar el mío, me quedé mirando el infinito por tercera vez en el día, el celular se cayó al piso y se destrozó, mis lágrimas llenaron de angustia mi cuarto esa noche, me acurruqué en la cama y lloré hasta tener sed.


De madrugada y sin fuerzas caminé a la cocina, regresé al cuarto y con el dolor que siente un operado me agaché a armar mi celular, lo prendí, miles de mensajes comenzaron a sonar, habían casi cien llamadas perdidas, Karen me había ido a buscar a la casa, le abrí la puerta, le dije que por favor se calle, me dio un fuerte abrazo hasta que las dos nos quedamos dormidas en el sillón.


Al otro día los periódicos solo confirmaban lo que ya sabíamos:

“Joven muere asesinado en la puerta de su casa por hampones”


La mamá de Abraham escribe muy lento, no sabe usar muy bien el WhatsApp.


Solo ese celular sabe cuánto lo quise.


Su último mensaje siempre retumbará en el infinito que miro todos los días después de despertar:


- “Te quiero, nunca lo olvides”


 
 
 

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