Punto fijo
- Alfonso E. Bocanegra Gamboa
- 20 oct 2016
- 4 Min. de lectura
Llego a casa a la medianoche, como todos los días me siento a la computadora a escribir algo, cualquier cosa, algo inevitable que me diga ¿quién soy?, que me diga hacia ¿a dónde voy? o ¿porque estoy yendo a ese lugar?, apago el celular para que no me interrumpa, lo vuelvo a prender, tiene 5% de batería, prefiero que muera solo, le subo el brillo y espero su muerte lenta, silenciosa y sin más titubeos que una vibración encima del escritorio, sonrío, “es mejor ver morir a alguien por su propio veneno que matarlo con tus propias manos”, pienso.
No sé qué escribir, la pesadilla de querer decir algo todos los días persiste, necesito escribir algo pronto porque si no moriré en el intento de dormir sin hacerlo, quizá un cuento, quizá una historia sin sentido, un poema, una canción, algo que mate de una vez por todas estas ganas locas de apretar con fuerza el teclado, escribir letra por letra una palabra que me haga sentir liviano y sin esta mochila llena de ideas que no saben que mierda decir.
Me desespero, camino por la sala, tomo un vaso de agua, dos vasos de agua, tres vasos de agua, quiero ir al baño, esta bendita manera de quedarme callado me tiene arto, suspiro, me vuelvo a sentar a la computadora, enciendo un cigarrillo, lo fumo lentamente, las ideas se van ordenando:
“Vas a esperarme en esta noche,
quererme con todas tus ganas,
odiarme si quieres,
meterte entre la cama en la madrugada,
susurrarás mi nombre,
dirás que me amas y dormirás,
en este mundo infalible y lleno de historias,
esas historias que no sabes contar,
pero que muy bien supiste escribir…”
Mis manos se detienen, alguien las detuvo, alguien se puso detrás de mí y me dijo que deje de escribir, pero no puedo, esta mochila sigue cargada de pólvora, sigue cargada de sueños, sigue cargada de armamento en esta noche en donde no puedo perder la guerra.
El cigarrillo se está acabando, suena el teléfono de la casa, tengo miedo, no quiero contestar, timbra varias veces y me orino de miedo, las peores noticias llegan de madrugada y esta madrugada no puede ser la excepción, continúo escribiendo:
“…tu teléfono está apagado,
no quiero llamarte, pero me obligas a hacerlo,
tu dulce silbido está entre mis tormentos,
me acorralas con tu voz,
me escuchas de mañana,
me escribes pero no contesto…”
El teléfono sigue sonando y es mi mejor música de fondo a este teatro sin actores…
“…me vas a dejar sordo,
detente por favor que ya no puedo,
me estás dejando sin palabras,
que a estas alturas es lo mismo que quedarse ciego,
coge tus manos a las tres y diez
y lee esta prosa,
despídete de ti, si quieres encontrarme contigo”
El teléfono dejó de sonar entre verso y verso, pero penetraba cada una de mis palabras como quién desea escuchar el susurro del viento a la una de la mañana, mi voz se calmó, mi respiración se quedó callada y la mochila recuperó el peso de todas las noches, es decir, todos mis años con sus respectivos intereses.
He decidido irme a la cama, voy al baño y me lavo la cara, dos veces con jabón como me enseñó mamá, me pongo la pijama que en realidad es un short viejo con un polo sin diseños, tiendo la cama, es mejor tenderla ahora que en la mañana, me acuesto y empiezo a soñar sin haber dormido, me pregunto cosas que debería preguntarme a cada instante, espero mi turno en la cola para entrar al sueño profundo, el teléfono vuelve a sonar, no puedo escaparme de esa realidad, me pongo las pantuflas y con el miedo entre las piernas voy caminando a la sala, pienso cuántas timbradas están permitidas de madrugada en todos las casas de esta ciudad, debería ser un delito llamar a esta hora.
- ¿Aló?, susurro al teléfono.
- ¿Con el señor Martín Garcés?
- Sí, claro, con él habla, digo con miedo y enojo.
- Queríamos informarle que acaba de ganar el premio mayor de la lotería de la ciudad.
- ¿Acabo de ganar qué? ¿Hacen los sorteos de madrugada?, pregunté incrédulo.
- Lo hemos estado buscando desde hace varios días señor, por eso decidimos llamarlo a esta hora, lo esperamos el día de mañana a las diez am. en la agencia del Banco de la Nación, para entregarle su cheque.
- Muchas gracias, son ustedes muy amables, respondí sin colgar.
- Hasta mañana entonces, repitió una voz muy pausada.
Regresé a la cama, el sueño era más importante, mañana a las diez será otro día y la noche es aquí y ahora.
El despertador sonó a las nueve de la mañana, me baño, me cambio y me pregunto si será necesario ir a ese lugar, prendo el celular, había cargado toda la noche, tres mensajes, era ella.
- “Te espero hoy a las 10 en el parque de siempre” / “No falles” / “Si no llegas, sabré que es lo que quieres”.
Tomé el taxi a las 9:40 am.
- ¿A dónde vamos?, me preguntó el taxista con una sonrisa inmensa.
- A la mismísima mierda, enfaticé en la lisura.
Aquella mañana el Facebook de Martín explotó de mensajes. No había sido el mejor cumpleaños del mundo, pero sí el último.

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