El amor late en febrero
- Alfonso E. Bocanegra Gamboa
- 31 ene 2017
- 3 Min. de lectura
Todo comienza tomando un bus en Acho, con solo siete soles puedo estar cerca de la vida por unas horas y tan lejos de la muerte por unos días.
Por la ventana donde mires hay olas y desiertos interminables de arena y granito que auguran un buen viaje. Chancay siempre es un destino hermoso para las parejas que buscan un lugar fuera de Lima que olvide sus tráficos, el olor a orín de la ciudad y los hombres que se visten de mujeres para ofrecerte chilclet´s en lo más palpitante del amor en una banca del parque.
Hace varios años conocí el teatro, pero hace un poco menos que esos años conocí el amor por el teatro, lo conocí en Chancay, al borde del mar, en una escuela inicial que abría sus puertas para acoger por unos días a varias gentes que veníamos del Perú y otros lugares, sin saber que íbamos a conocer, pero con la seguridad que conoceríamos algo.
La primera vez fue extraña, ir de aquí para allá mirando a todos los extranjeros me hizo ver que ese lugar talvez no era para mí, sus formas de pensar y de ser intimidaban mi balanza, pero conforme pasaron las horas (que puedo asegurar pasaban más rápido de lo normal) iba entendiendo el objetivo de cada uno de ellos, sin lugar a duda su objetivo era vivir y eso era lo que me faltaba.
Cuando se dio el primer paso en ese pasacalle pude ver personas realmente felices, interpretando cantos, vítores y arengas por el solo hecho de poder encontrarse, por el solo hecho de saber que hay muchos seres como ellos que viven para avanzar y que no sueñan con cambiar el mundo ni hacerlo diferente, pero creen en esa utopía extraña de pensar que su propio mundo, el de sus familias y sus hijos si puede ser distinto.
La primera función fue increíble, todos en la plaza estaban callados mirando cada uno de los movimientos de los actores y cada palabra la entendían así no fuera en el idioma que a ellos le enseñaron a pronunciar desde bebes, porque es así, el arte une porque el amor es universal y lo mismo sentirá un espectador chino al ver la muerte de Romeo o un espectador en la más alejada serranía de nuestro país.
Las funciones se dieron todos los días y me enamoré de los febreros de todos los años, anhelaba estar en Chancay y disfrutar de sus playas y su brisa, de la noche y su neblina qué quiere enfriar pero calienta, del colegio y su talleres nocturnos entre artistas, de los aprendizajes entre ellos, de su amor en cada una de sus palabras y sobre todo de su empeño por hacer lo que quieren hacer, es decir todo, y todo hacerlo bien.
Estuve tres años de amor por estas fiestas de febrero, por la forma tan hermosa de creer que podemos caminar por el mar y mojarnos los pies en la orilla y su linda manera de toparnos, tres años llenándome de sabiduría en cada espectáculo, de amor en cada pasacalle y de gritos inesperados en la madrugada por una sarta de locos que deciden caminar desnudos sin ropa pero llenos de magia.
Tres años que anhelo pero que no me arrepiento de haber vivido, porque en el norte se vive una fiesta de esas que no acaban porque empiezan a cada instante, minuto a minuto en una conversación, en un toque de tambor, en una luz que se prende al comenzar la función o en la despedida siempre nostálgica con la noche de fuego en la plaza de Chancay.
Febrero es un mes muy extraño, es un mes diferente desde sus días que son menos que la de todos los meses y por ser el más pequeño de los hermanos es el que más amor tiene, por eso el amor late en febrero, el amor nace en Chancay, en un festival tan hermoso como sus playas, como su gente del mercado que regala víveres sin esperar nada a cambio o como sus artistas que vienen de más allá y más acá del mundo para decir:
“El amor late en febrero, porque comienza el FESTEPE”

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