Instrucciones para la muerte de un cerdito
- Alfonso E. Bocanegra Gamboa
- 8 may 2017
- 3 Min. de lectura
Para el día que me muera quiero mucho ron, ron con coca cola, el bien o mal llamado “Cuba libre”, quiero que todos mis amigos se emborrachen y cuenten con la caja de mis cenizas alguna anécdota que pasaron conmigo, alguna historia que les conté o simplemente porque decidieron no ser mis amigos.
Quiero que en mi velorio se escuche a Daniel F por la tarde, Silvio Rodríguez cuando el sol se va ocultando, Salvatore Adamo una hora, de ocho a nueve, más entrada la noche escuchar a Pablo Milanés para tranquilizar los ánimos y cuando todos ya estén envueltos en más tragos poner a Sabina y brindar por las 500 noches que no podré vivir.
Mi madre tendrá que estar en su casa para no sentir sus llantos, mientras que mi padre servirá cerveza a los guayacoles que nunca faltan, mis hermanas me harán caso por primera vez y tal vez puedan decir algo por la cual se hayan sentido orgullosas de mí, tomarán un trago y tienen prohibido llorar, en este velorio nadie llora, todos ríen y toman mientras la música trova y el rock progresivo retumba mi ataúd.
El ataúd tendrá que ser negro con un brocado plateado, me tendrá que quedar un poco grande para que mi cuerpo se sienta ligero mientras los gusanos se apoderan de él, tiene que estar encima de unos cubos de teatro, para recordar mi época de teatrero empedernido y lector poco procaz.
Mis libros se van a una biblioteca municipal, si es posible a algún lugar alejado de Lima, la gente que tiene menos lee más y la gente que más tiene no le interesa la lectura.
El velorio será solo una tarde, una noche, una madrugada y una mañana, mi entierro tendrá que ser a las tres de la tarde para que podemos ir a cenar tranquilos a casa y yo emprenda el camino a mi otro cuerpo temprano y llegar de mañana a mi nuevo hogar.
No quiero nada de curas, padres, pastores o trogloditas eclesiásticos, Ricardo, Angello, Adrian o Alex podrán regalarme un buen responso.
Nada de flores de muerto, quiero tulipanes en mi ataúd y una rosa roja cargada por la mujer que amo, una foto mía sonriendo mientras caminamos (o caminan) hacia mi última morada, las fotos sepia siempre me gustaron, sería una buena elección.
Me quiero en cenizas, pero lo anterior es por si es que mi madre decide no hacerlo, a ella le da miedo el fuego.
Quiero que caminen con mis cenizas al mar, Barranco es un buen lugar, la playa “Los pavitos” en donde tuve tantos encuentros con mis amigos de promoción que luego se volvieron compadres y más que compañeros. Solo un poco, si se puede medir con cucharadas que sean dos y con poca azúcar.
Quiero caminar también y en cuerpo de ceniza por Chosica y su plaza de armas, una cucharada y cerramos la rebeldía, una más para mi Cantuta y la tarde se acabó para esperar otro día de despedida.
Al día siguiente acabaremos el trabajo, un poco por el colegio, otro poco por San Martín, vivir tantos años allí merecen estar siempre allí entre sus muérdagos de medianoche y el sol que quema en el parque “Cahuide”.
Al final del camino, cuando ya se haya acabado todo y no quede nada de mí en la urna de colores quiero un último favor, uno pequeño que espero no sea difícil cumplir, uno que me ayudará a quedarme aquí y no irme tanto por allá, quiero que en sus recuerdos, en los de las mañanas al salir el sol, por las tardes al irse o por las noches al acostarse se acuerden de algo de mí, algo pequeño que haga que mi nombre vague sin sentido por algún camino que le toque recorrer, quiero que mi nombre se escuche entre los míos y los de nadie, entre mis niños y los adultos que a veces no sabían comprender esta manera tan básica y compleja de enseñar.
Cuando el cerdito muera, sigan estas instrucciones, no gritará como lo hacen los demás del camal, solo se quedará callado sabiendo que tenía que devolver algo que sabía que era prestado.

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