Cuando éramos tres
- Alfonso E. Bocanegra Gamboa
- 26 jun 2017
- 3 Min. de lectura
Podíamos derribar dragones en cualquier momento, desmontar y montar el mundo en las patas de un caballo, correr tras los sueños en una almohada hecha nube y seguir la mirada de las personas que amábamos en una conversación infinita que iba del colegio al chifa y del chifa a la casa de cualquiera.
No teníamos horarios, los relojes habían sido empeñados por celulares que solo servían para tomar fotos o escribirnos al WhatsApp frases como: “¿ya salen?”, “¿dónde están? O el clásico: “¿qué cenaremos hoy? O en días de falta de dinero (que para mí era casi a diario) me escribían: “Ya vamos a comer, yo te invito”.
Las noches eran eternas y las casas se habían olvidado de juntar nuestros pasos para antes de las doce de la noche, si la luna nos conocía era porque éramos tres y si uno faltaba se ocultaba pensando que una noche por San Juan de Lurigancho no era igual sin nosotros en sus calles.
Éramos indestructibles y podría decir que hasta temidos, nadie se acercaba a nosotros porque pensaban que lo alejaríamos, nosotros no nos acercábamos a nadie porque pensábamos que lo alejaríamos, así era nuestra relación con el mundo de bellas y bestias y de avatares varios que nunca se alejaban de la realidad, pero caminaban con tacos altos dentro de los sueños de cada uno de nosotros.
Yo era algo así como el loco calato que no sabe a dónde ir, y ellas, el yugo que me llevaba por el camino correcto, me decían: “Gordo, no jodas” y yo seguía jodiendo, me perseguían en mis sueños y me hacían soñar más cuando les contaba que el sol en mis cuentos sale de noche y las princesas no están Disney sino en el puente Huaycoloro.
En los días de invierno nos abrigábamos tomando ron con coca cola y un poco de limón, nunca nos mareábamos porque amábamos tomar pero odiábamos a los borrachos, los odiábamos tanto que nos burlábamos de ellos cuando nos daban las cinco de la mañana y sus vómitos nos inundaban entre el terror y la lluvia de no saber qué hacer con ellos, las borracheras eran inigualables y sobre todo muy recordadas.
De vez en cuando llorábamos por motivos inequívocos: por el novio que no se olvida, por el amor que siempre jode, por las chicas que no se dejan entender o por los amores inalcanzables que siempre pudieron ser alcanzados.
Nos gustaba mirar el futuro con ansías y sabíamos que él nos esperaba sin rencores ni prejuicios, planteábamos algo y no escatimábamos gastos, ni sueño con tal de cumplirlo.
Delante de todos éramos brillantes, detrás de todos nos sacábamos los ojos con cariño y placer de decir la verdad, porque la verdad siempre va de la mano con amistad, seguramente por eso tienen la misma terminación, la amistad es para siempre aunque a veces se oculte en algunos caminos en donde no queríamos que vaya.
Cuando éramos tres podíamos destruir planetas en un dos por tres y reconstruirlos en una cuatro por cuatro, tocar tambores y hacer bulla por las calles recomendando lo que nosotros creíamos real, repartiendo globos a los niños y no tan niños con la sonrisa inigualable de ser sinceros por amor a la lealtad.
Si un día cualquiera vienen por el mismo camino y nos volvemos a fusionar como en los tiempos de Goku y la nube voladora, no hay problema compañeras mías, porque el pseudo escritor que vive en mí siempre las recuerda y recuerda esas épocas en donde los torbellinos eran tornados en nuestras palabras y la vida se resumía en un ceviche nocturno o en una ronda marina en el “Piscis”.
Cuando éramos tres, éramos indestructibles, nadie nos podía destruir, por eso nosotros mismos decidimos destruirnos, caímos de pie, como las torres gemelas y no de costado para no herir a los que iban a nuestro lado.

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